Azul cielo
Sus ojos me observaban . Unos ojos cuya mirada azul cielo penetraba en mi a modo de afilados cuchillos. Sólo había en esa mirada adolescente, terror ante la amobinable presencia de este monstruo salido de un dantesco averno.
Sobre un charco de sangre yacía inerte el cuerpo de quien yo había disfrutado una y otra vez al cobijo de la noche oscura y taciturna, en un callejón perdido de la mano del Santísimo. El profundo corte en el cuello le hizo perder tanta sangre que la muerte inevitable no tardó en llevársela.
Una camiseta ajustada hecha jirones, apenas servía para cubrir la desnudez de su torso, pues el resto de las ropas enseguida hice desaparecer arrojándolas lejos, allá donde no pudieran volver a taparle. Su piel, tras la muerte, se volvió groseramente nívia, tanto que lo que me había sido objeto de placer, comenzó a causarme repulsión; esa palidez cadavérica, sus labios grises y agrietados... Pero sus cabellos… A pesar de la repulsión que sentía seguía acariciando su revuelto pelo moreno manchado de sangre, y aún podía sentir el olor de crema elaborada con aceite de almendras. Ofrecía un aspecto patético, aunque todavía se podía vislumbrar su belleza perdida, que hubiera poseído al menos una decena de años mas de no haberse cruzado con ese demonio.
Y esos ojos, seguían mirándome. ¿Cómo es posible tal expresión de horror en alguien que ya pasó a mejor vida?. Un último rayo de luz se negaba a abandonarnos. Por supuesto, yo no podía permitir que ese ultimo brillo se apagará para siempre; no podía ni debia dejar a merced de los gusanos, implacables aliados del tiempo, el azul cielo de esos ojos.
A cada caricia de mis dedos parecían moverse de forma imperceptible. Los dos globos oculares, ya sin cuerpo alguno que los llevase hasta la podredumbre, flotaban en el cloroformo que los habría de hacer inmortales. Lo que en ese tarro de crital guardaba no sólo eran los órganos mutilados de su víctima, sino el recuerdo que debía permanecer allí encerrado por los siglos de los siglos. El recuerdo… el rostro de sufrimiento, los grises de puro dolor, el llanto, el débil cuerpo que intenta escapar de mi abrazo de serpiente, la navaja penetrando y acabando con la vida… Porque esos ojos seguían hablándome desde el líquido cristalino, pidiendo clemencia al tiempo que sentía terror. El rayo de luz, no nos había abandonado.
Los días pasaron, como también pasaron las noches. El insomnio seguía sin dejarme dormir, hacía semanas, o incluso meses quizás, que no conseguía conciliar el sueño por breve que fuera éste.
Pero entonces, fue distinto. En vez de pasar la noche perdida en tortuosos pensamientos criminales, me dediqué a comtemplar el color azul que me miraba desde el cloroformo. Así fue durante las tres siguientes noches. A la cuarta noche, decidí acabar con el insomnio durante esas horas tomando varias pastillas tranquilizantes. Y, ¿por qué hasta entonces no hice tal cosa si el no poder dormir me era un suplicio?. Porque el hecho de perderme en crueles pensamientos de dolor ajeno era el único hilo de felicidad que me unía con la vida. Y enseguida me sumergí en el extraño mundo onírico, pero una mente perturbada como la mía no puede tener pesadillas en vez de apacibles sueños.
Allí estaba la joven víctima, semidesnudo, tal como le recordaba antes de que muriera; esos ojos, más bellos que cualquier otra cosa que pueda venirme a la memoria, me observaban apacibles. Al acercarme a él, pude acariciar su rostros sonrosado y lleno de vida y acariciar sus cabellos recién lavados con aceite de almendras. Entonces por la parte interior de sus delgadas piernas unos hilos de sangre se deslizaban hasta llegar al suelo formando un pequeño charco a sus pies. En su cuello un surco se abrió cruzando la garganta y expulsando gran calidad del rojo liquido vital. Comencé a correr. Después de hacerlo tan rápido, como el mismo viento, creyendo que ya estaba lejos de él, sentí su presencia. De nuevo, reanudé la carrera. Cuanto más se acercaba a mí, mis pasos se volvían pesados y lentos; intentaba moverme lo más rápido posible pero cada vez me costaba más mover las piernas, hasta quedar totalmente paralizada. Sus manos, que se habían vuelto pálidas, me agarraron violentamente. Qué horrible visión la de su rostro cadavérico con las dos enormes cuencas sangrantes allí donde antes estaban los dos preciosos ojos azules. “Quién fue quién acabó con mi felicidad, me quitó la vida para saciar su maldito deseo, y ahora, quién debe de pagar por ello”. Esas fueron sus palabras, con voz demacrada, como grito que sale desde el interior de la tumba, “ Pagará por ello”.
Empapada en sudor desperté ya bien entrada la tarde. Al tiempo dos sensaciones me invadían; sentía una enorme presión en el pecho, síntoma de haber llorado amargamente; y un cierto alivio al comprobar que todo había sido una pesadilla. En esos momentos le día gracias a Dios, porque sólo fue eso, un mal sueño provocado por los tranquilizantes. Me levanté pesadamente de la cama, con los músculos yertos debido a la cantidad de horas dormida, y con un sudor que me martilleaba la cabeza. Pero ninguna sensación tan monstruosa podía asemejarte a la que me esperaba. ¡Cuánto horror es posible presenciar!, ¡Qué visión tan espantosa hallé dentro del tarro de cristal!. Allí seguían los dos ojos que yo tanto había amado durante esas noches de silenciosa contemplación; mas, ¿dónde estaba la expresión de miedo que me había cautivado?. El color cielo desapareció para siempre, y en su lugar un gris apagado cubría iris y pupilas, como una nube tormentosa que impide ver la claridad de la luz de esos ojos azul cielo.
Quizás fuera debido al efecto corrosivo del cloroformo, o puede que fuera su destino el que el último rayo de luz los abandonará. ¡Qué falsa ilusión el querer conservar eternamente una mirada de forma tan burda!. Sudores fríos me invadieron; la cabeza me daba vueltas mientras que mis entrañas se revelaron para salir de mi cuerpo de vómitos. Y después de echar todo lo que había comido la noche anterior volví, con cierta inocencia y mucho miedo, a comprobar que tan sucia transformación no era más que otra pesadilla. Me equivoqué. Y las palabras que dormida me habían amenazado volvieron a retumbar en mi cabeza: “Quién fue quién acabó con mi felicidad, me quitó la vida para saciar su maldito deseo, y ahora, quién pagará por ello”. Un grito salió espontáneo de mi garganta, un grito lastimero y patético que pedía clemencia. Volví a mirar esas dos uniformes masas grises que flotaban en el líquido y de nuevo la voz retumbó, con tono aún amenazante, “¡Pagarás por ello!”, “¡arderás en el infierno de la eternidad!”. Un último intento desesperado me llevó a tirar por la venta el tarro de cristal. En el breve instante que duró el vuelo desde el séptimo piso me embargó la esperanza de que las voces se irian de mi cabeza. Hasta que un grito lejano proveniente de la calle me sacó de tan vana ilusión; alguien encontrado los dos horribles ojos grises apastados con el pavimento.
Sobre un charco de sangre yacía inerte el cuerpo de quien yo había disfrutado una y otra vez al cobijo de la noche oscura y taciturna, en un callejón perdido de la mano del Santísimo. El profundo corte en el cuello le hizo perder tanta sangre que la muerte inevitable no tardó en llevársela.
Una camiseta ajustada hecha jirones, apenas servía para cubrir la desnudez de su torso, pues el resto de las ropas enseguida hice desaparecer arrojándolas lejos, allá donde no pudieran volver a taparle. Su piel, tras la muerte, se volvió groseramente nívia, tanto que lo que me había sido objeto de placer, comenzó a causarme repulsión; esa palidez cadavérica, sus labios grises y agrietados... Pero sus cabellos… A pesar de la repulsión que sentía seguía acariciando su revuelto pelo moreno manchado de sangre, y aún podía sentir el olor de crema elaborada con aceite de almendras. Ofrecía un aspecto patético, aunque todavía se podía vislumbrar su belleza perdida, que hubiera poseído al menos una decena de años mas de no haberse cruzado con ese demonio.
Y esos ojos, seguían mirándome. ¿Cómo es posible tal expresión de horror en alguien que ya pasó a mejor vida?. Un último rayo de luz se negaba a abandonarnos. Por supuesto, yo no podía permitir que ese ultimo brillo se apagará para siempre; no podía ni debia dejar a merced de los gusanos, implacables aliados del tiempo, el azul cielo de esos ojos.
A cada caricia de mis dedos parecían moverse de forma imperceptible. Los dos globos oculares, ya sin cuerpo alguno que los llevase hasta la podredumbre, flotaban en el cloroformo que los habría de hacer inmortales. Lo que en ese tarro de crital guardaba no sólo eran los órganos mutilados de su víctima, sino el recuerdo que debía permanecer allí encerrado por los siglos de los siglos. El recuerdo… el rostro de sufrimiento, los grises de puro dolor, el llanto, el débil cuerpo que intenta escapar de mi abrazo de serpiente, la navaja penetrando y acabando con la vida… Porque esos ojos seguían hablándome desde el líquido cristalino, pidiendo clemencia al tiempo que sentía terror. El rayo de luz, no nos había abandonado.
Los días pasaron, como también pasaron las noches. El insomnio seguía sin dejarme dormir, hacía semanas, o incluso meses quizás, que no conseguía conciliar el sueño por breve que fuera éste.
Pero entonces, fue distinto. En vez de pasar la noche perdida en tortuosos pensamientos criminales, me dediqué a comtemplar el color azul que me miraba desde el cloroformo. Así fue durante las tres siguientes noches. A la cuarta noche, decidí acabar con el insomnio durante esas horas tomando varias pastillas tranquilizantes. Y, ¿por qué hasta entonces no hice tal cosa si el no poder dormir me era un suplicio?. Porque el hecho de perderme en crueles pensamientos de dolor ajeno era el único hilo de felicidad que me unía con la vida. Y enseguida me sumergí en el extraño mundo onírico, pero una mente perturbada como la mía no puede tener pesadillas en vez de apacibles sueños.
Allí estaba la joven víctima, semidesnudo, tal como le recordaba antes de que muriera; esos ojos, más bellos que cualquier otra cosa que pueda venirme a la memoria, me observaban apacibles. Al acercarme a él, pude acariciar su rostros sonrosado y lleno de vida y acariciar sus cabellos recién lavados con aceite de almendras. Entonces por la parte interior de sus delgadas piernas unos hilos de sangre se deslizaban hasta llegar al suelo formando un pequeño charco a sus pies. En su cuello un surco se abrió cruzando la garganta y expulsando gran calidad del rojo liquido vital. Comencé a correr. Después de hacerlo tan rápido, como el mismo viento, creyendo que ya estaba lejos de él, sentí su presencia. De nuevo, reanudé la carrera. Cuanto más se acercaba a mí, mis pasos se volvían pesados y lentos; intentaba moverme lo más rápido posible pero cada vez me costaba más mover las piernas, hasta quedar totalmente paralizada. Sus manos, que se habían vuelto pálidas, me agarraron violentamente. Qué horrible visión la de su rostro cadavérico con las dos enormes cuencas sangrantes allí donde antes estaban los dos preciosos ojos azules. “Quién fue quién acabó con mi felicidad, me quitó la vida para saciar su maldito deseo, y ahora, quién debe de pagar por ello”. Esas fueron sus palabras, con voz demacrada, como grito que sale desde el interior de la tumba, “ Pagará por ello”.
Empapada en sudor desperté ya bien entrada la tarde. Al tiempo dos sensaciones me invadían; sentía una enorme presión en el pecho, síntoma de haber llorado amargamente; y un cierto alivio al comprobar que todo había sido una pesadilla. En esos momentos le día gracias a Dios, porque sólo fue eso, un mal sueño provocado por los tranquilizantes. Me levanté pesadamente de la cama, con los músculos yertos debido a la cantidad de horas dormida, y con un sudor que me martilleaba la cabeza. Pero ninguna sensación tan monstruosa podía asemejarte a la que me esperaba. ¡Cuánto horror es posible presenciar!, ¡Qué visión tan espantosa hallé dentro del tarro de cristal!. Allí seguían los dos ojos que yo tanto había amado durante esas noches de silenciosa contemplación; mas, ¿dónde estaba la expresión de miedo que me había cautivado?. El color cielo desapareció para siempre, y en su lugar un gris apagado cubría iris y pupilas, como una nube tormentosa que impide ver la claridad de la luz de esos ojos azul cielo.
Quizás fuera debido al efecto corrosivo del cloroformo, o puede que fuera su destino el que el último rayo de luz los abandonará. ¡Qué falsa ilusión el querer conservar eternamente una mirada de forma tan burda!. Sudores fríos me invadieron; la cabeza me daba vueltas mientras que mis entrañas se revelaron para salir de mi cuerpo de vómitos. Y después de echar todo lo que había comido la noche anterior volví, con cierta inocencia y mucho miedo, a comprobar que tan sucia transformación no era más que otra pesadilla. Me equivoqué. Y las palabras que dormida me habían amenazado volvieron a retumbar en mi cabeza: “Quién fue quién acabó con mi felicidad, me quitó la vida para saciar su maldito deseo, y ahora, quién pagará por ello”. Un grito salió espontáneo de mi garganta, un grito lastimero y patético que pedía clemencia. Volví a mirar esas dos uniformes masas grises que flotaban en el líquido y de nuevo la voz retumbó, con tono aún amenazante, “¡Pagarás por ello!”, “¡arderás en el infierno de la eternidad!”. Un último intento desesperado me llevó a tirar por la venta el tarro de cristal. En el breve instante que duró el vuelo desde el séptimo piso me embargó la esperanza de que las voces se irian de mi cabeza. Hasta que un grito lejano proveniente de la calle me sacó de tan vana ilusión; alguien encontrado los dos horribles ojos grises apastados con el pavimento.
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